*Concierto para violín y orquesta n.º 5, KV 219.
SEPTIEMBRE...
INTEGRAL: CONCIERTOS PARA VIOLÍN Y ORQUESTA
Conciertos para violín y orquesta: KV 207, KV 211, KV 216, KV 218 y KV 219
anta es la importancia que los historiadores de la música le dieron a Mozart como pianista que casi no se menciona que también fue un violinista de relevantes condiciones. Tan es así que varios de sus contemporáneos declararon categóricamente que merecía ser contado entre los mejores de su época. Su padre, Johann Georg Leopold Mozart, que era uno de los más calificados profesores de entonces, le escribió en cierta ocasión: "Si al menos fueras justo contigo mismo... tú podrías ser el primer violinista de Europa". Con su peculiar sentido práctico, el viejo Mozart proseguía insistiendo en que el violín era el instrumento más popular en aquel momento y, por lo tanto, él, Wolfgang, podría emprender una carrera mucho más lucrativa como violinista-compositor que como pianista-compositor. Pero el joven Mozart, que podía darse el lujo de ser testarudo -especialmente en momentos como ese en que su madurez artística lo iba independizando de la autoridad paterna- dejó establecida en su respuesta, de una vez y para siempre, cuál había sido su elección: "...cuando es preciso tocar, ya prefiero el piano sin duda alguna y, probablemente, será así en lo futuro".
Naturalmente, mucha de la destreza violinística de Mozart fue el resultado de sus estudios con un especialista en la materia como era su padre. El "Manual para la ejecución del violín" de Leopold Mozart, editado el mismo año en que naciera Wolfgang -1756- era el de mayor predicamento entre las publicaciones de su tipo, y era además una de las obras de mayores proyecciones referida no sólo a los temas de instrucción práctica, sino que ponía al descubierto los secretos de ejecución de algunos trucos realmente sencillos en su empirismo, pero que ejercían un efecto deslumbrante en el oyente medio no sofisticado. Bien antes de cumplir los diez años Wolfgang conocía de memoria ese manual, y tanto lo dominaba que ni el más insignificante de sus detalles escapaba a su precoz inteligencia y a sus dedos maravillosamente rápidos. Por eso es que en 1770, cuando se hallaba realizando su primera gira por Italia jugando el papel de niño prodigio (tenía entonces catorce años), su maestría en el manejo del violín era tan impresionante que dos de los más notables violinistas y compositores de la época, Giovanni Sammartini y Pietro Nardini, no pudieron resistir la tentación de rendir tributo a un intérprete de tales quilates y escribieron una serie especial de estudios y ejercicios exclusivamente para él.
Sin embargo, aunque el joven compositor siguió dándole al violín un lugar preferente en sus obras de cámara y para orquesta, durante los años inmediatamente posteriores a sus triunfos en Italia evitó en lo posible ejecutar el instrumento en cuestión. Más tarde le llegaría el momento de sentirse realmente satisfecho de su formidable capacidad violinística.
Naturalmente, a medida que se acercaba a los veinte años decrecía su atractivo como prodigio, y en tanto aumentaba su talla física se hacía más corto el itinerario de sus giras. Durante un tiempo vivió a expensas de los contratos que se habían ido acumulando desde su época más brillante y notoria debida a la precocidad de su genio, pero pronto advirtió que debía seguir los pasos de muchos compositores y ejecutantes contemporáneos suyos, es decir, debía tratar de ubicarse como músico en la corte de algún noble (ya había ocupado algún puesto semejante en su niñez cuando se hacía necesario abrir un paréntesis en sus viajes por razones de salud). Las entradas anuales que tales puestos proporcionaban eran lastimosamente bajas, pero aseguraban un estipendio básico que permitía desarrollar paralelamente otras actividades que, a su vez, significaban otros ingresos.
Después de mucho maniobrar como era típico que se hiciera en los círculos musicales de entonces, llenos de celos e intrigas, Mozart pudo, finalmente, obtener un nombramiento de concertino en la Orquesta de la Corte de Salzburgo en marzo de 1775. Se trataba más bien de una suplencia temporaria, ya que Mozart debía compartir sus obligaciones con el concertino titular, un tal Gaetano Brunetti, circunstancia que reducía considerablemente su salario nominal. Pese a ello, debió dar cumplimiento a los principales compromisos de su puesto. En aquella época en que las funciones de director de orquesta no habían alcanzado la importancia que hoy revisten, el concertino actuaba como tal y, además, debía guiar al organismo sonoro. Por otra parte era solista cuando se ejecutaba algún concierto, y miembro obligado de los conjuntos de cámara. Generalmente se suponía que debía ser compositor y estar en condiciones de ofrecer prestamente novedades no sólo para las festividades previstas en el calendario de la Corte, sino también para amenizar los festines que se organizaban según se le antojara al noble empleador. No era nada difícil que en el curso de una semana el concertino tuviera que componer música para acontecimientos programados con anticipación, como una cena conmemorando alguna gesta patriótica, la celebración de una festividad religiosa o el cumpleaños de algún miembro de la noble familia. Pero durante esa misma semana podía ser simplente requerido para atender tales acontecimientos fuera de programa, en los que la música era cosa obligada, como una recepción en honor de un emisario extranjero cuyo arribo se había producido unos días antes, el bautizo de un nuevo brote en el árbol genealógico de la familia, o el sorpresivo anuncio del afortunado compromiso matrimonial de la quinta o de la sexta hija del patrono con algún miembro de una noble casa de superior y apabullante alcurnia. Literalmente hablando, el compositor al servicio de cualquiera de las Cortes del Siglo XVIII era una fábrica de música que producía en cantidad y que necesariamente, en razón de la constante demanda, se veía obligado a descuidar la calidad. La mayoría de ellos se pasaban los años que duraba su siempre insegura ocupación recorriendo el mismo camino trillado, escribiendo rápidamente para llenar páginas y páginas de papel pautado sin preocuparse mayormente de que aquí o allá luciera alguna inquietud o una cierta dosis de inspiración. Sin embargo, algunos pocos compositores sinceros y verdaderamente geniales -Bach, Haydn y Mozart, los más notables- amontonaron una fantástica cantidad de obras maestras pese al clima tan poco favorable que reinaba en las Cortes.
Fue precisamente bajo el imperio de tales circunstancias que Mozart compuso sus primeros cinco conciertos para violín (tal vez fueron sus únicos cinco conciertos para violín, ya que otras dos obras similares cuya paternidad se le ha acreditado son de dudoso origen). Los cinco fueron escritos para que el mismo Mozart los diera a conocer en calidad de solista -aunque es probable que haya tenido que rendir tributo a los celos de su colega Brunetti, permitiéndole presentar uno o dos de ellos- y fueron creados en el breve lapso que fue de abril a diciembre de 1775 en medio de la agitación por componer nueva música para entretener el ocio cortesano.
Estas cinco obras son notables si se las considera como el producto de un compositor de edad madura, pero viéndolas como la creación de un joven de diecinueve años son sencillamente maravillosas. Indudablemente Mozart ya había compuesto música asombrosa a una edad más tierna todavía, pero en esos prodigios anteriores faltaba aún la realización total, la pujanza propia y la segura disciplina. Por otra parte, los conciertos para violín se nos presentan como pequeñas pero indiscutibles obras maestras, llenas de frescura imaginativa, moldeadas casi a la perfección y magistralmente controladas. Muchos musicólogos de mérito que han estudiado escrupulosamente cada una de las notas que Mozart escribió antes de los conciertos, ven en ellos la huella de su primer paso en la senda de la madurez creadora. Sobre este particular tal vez sea interesante señalar que son las primeras obras que aparecen en su catálogo cronológicamente y que han logrado un lugar permanente en el repertorio normal de los solistas.
Los conciertos para violín son extraordinariamente ricos en contenido musical de real solidez. No tienen la menor semejanza con esa clase de concierto que era algo así como la mercancía de confianza que podía obtenerse del compositor medio del Siglo XVIII: una pieza altamente formal, rellenada con un vistoso exhibicionismo para el instrumento solista y que exprimía al máximo cada efecto orquestal obtenido mediante el calculado manejo de unas pocas ideas melódicas. Los conciertos para violín de Mozart, con toda su inevitable portada de magnífica y neta elegancia dieciochesca, son profundamente emotivos en su expresividad; aquí dan la nota alegre, más allá el acento triste y quejumbroso, unas veces se remontan gozosos y otras caen en la pesadumbre y en la melancolía. Nada es artificial en su contenido. En realidad, Mozart demuestra en estas obras que después de Carl Philipp Emanuel Bach -nacido más de cuarenta años antes y el más talentoso de los hijos del Cantor de Santo Tomás- él fue el primer compositor que hizo del concierto un medio versátil y expresivo para algo más que las ideas puramente técnicas y formales. Mozart fue también quizás el último compositor del Siglo XVIII que supo darle ese carácter, ya que no fue sino hasta el Siglo XIX y con la aparición del Concierto para Violín, op. 61 de Beethoven, escrito en 1806, que los conciertos, aparte los de Mozart, abundaron nuevamente en tan vividas ideas musicales, en pulimento y en alardes técnicos.
Vistos en conjunto, los cinco conciertos para violín dan la pauta de los avances de Mozart en su carrera de compositor. Cada uno de ellos es una obra delicada y resulta ser una obra aún más importante cuando se lo compara con el que lo ha precedido. Mozart, jovial e ingenioso, debió enfrentar el mismo problema de composición durante un breve lapso. Esto le permitió aprender, desarrollar y fundir una y otra vez las delicadezas de su artesanía de compositor. Por ejemplo, aunque la distancia temporal que los separa es de unos pocos meses, el primer concierto y el quinto son obras bien distintas y en las que si existen algunos rasgos idénticos, éstos están referidos solamente a las características superficiales de un estilo general.
El primer concierto es todo bravura, colmado de giros de un virtuosismo exuberante, casi temerario, y de una riqueza melódica que roza los límites de lo justo. Así, las líneas del diseño formal, aunque respetadas hasta cierto punto, son abandonadas con relativa frecuencia haciendo que los distintos elementos melódicos revoloteen, se precipiten, se unan y luego se separen los unos de los otros con absoluta espontaneidad, en un clima rapsódico totalmente fuera de las reglas de composición imperantes en la época. Es como si Mozart nos dijera: "Venid a ver el espectáculo; los paisajes jamás se repiten; algunas de sus líneas se parecen, pero siempre hay algo novedoso dondequiera que la vista se dirija".
El quinto, en cambio, logra combinar magistralmente elementos estructurales con otros de un cantabile más lánguido, más abondonado. Por momentos la obra brilla, centellea; en otros es un desborde de ternura y, a veces, es incisiva y juguetona. El primer movimiento es una abundante exposición de giros inesperados; la música jamás llega adonde pareciera estar destinada, aportando renovadas sorpresas a cada instante. El movimiento central es de líneas puras, acabadas, tocante y encantador; el último está saturado de un cierto humor picaresco que aflora aquí y allá, suelto, ingrávido. Buena parte de este movimiento es una sucesión de estallidos sonoros "alla turca" de exóticos efectos, mordaces y burlones (el material musical sobre el cual se asienta este movimiento fue tomado por Mozart del ballet que compusiera en 1772 para su ópera Lucio Silla, KV 135). Este es el más popular de los conciertos para violín y bien se merece su popularidad. Es una obra maestra, cálida, fresca e imaginativa que, pese a la juventud de Mozart cuando la compuso, cabe ubicarla entre los mejores logros de sus años postreros.
Concierto para violín y orquesta n.º 5, KV 219
Julia Fischer (violin/director).
Thomas Søndergård (conductor).
London Philharmonic Orchestra.