Bolas de cristal, esferas de azogue. Así son los ojos de los retratos que Bronzino pintó a lo largo de su carrera,
prolífica desde este punto de vista. Ojos que miran pero no ven, o mejor, parecen mirar al espectador pero miran más allá, perdidos en alguna inmensidad, lo que equivale a decir
ensimismados, alienados, un tanto ajenos. Unas veces hurtan encontrarse con la mirada del observador, desvían su dirección a cierta parte fuera del cuadro, secreta, claro. Pero ni tan
siquiera cuando miran al frente revelan sensibilidad porque están hechos de bronce para escatimar todo posible análisis del que se acerca a ellos. Interioridad e introspección;
lejanía, en suma. Parecen presagiar el abismo pascaliano que tardará un siglo en llegar: "El eterno silencio de esos espacios infinitos me
aterra". No en vano, cuantiosos han sido los eventos que reflejan, una vez más, que el mundo estaba –y está–, definitivamente, loco. Así que, mejor, enloquecer uno mismo,
creándose un mundo paralelo, un cofre lleno de tesoros que nadie sea capaz de franquear y salvaguardar, así, una libertad cada vez más distante. Lejos quedan los rostros de Leonardo,
el pintor que mejor supo reflejar el alma en el rostro de sus retratados –¡cómo sonríe Mona Lisa, no con la boca, sino con los ojos, despejados en su falta de pilosidad supraciliar!–;
los retratos de Rafael, tranquilos en su serena grandeza. En 1517, el 31 de octubre, un monje agustino, Martín Lutero, hace públicas las tesis que escindirán, de una vez por todas, a
la Cristiandad, y la Curia romana se esforzará por elaborar complicados programas iconográficos y propagandísticos, encargados al mismo Rafael –cuya muerte dejará a los artistas
coetáneos un tanto huérfanos, pues Miguel Ángel, el otro grande, demasiado orgulloso y solitario se muestra, aunque se erija en ejemplo para todos ellos–, para mantener la supremacía
incontestable de la Iglesia de Roma; entre 1523 y 1525, Florencia se ve azotada por una devastadora peste que rememora aquéllas de siglos pasados, pero muy recientes, y parece
anunciar ese apocalipsis terreno que es el saqueo de la Ciudad Eterna a manos de las tropas imperiales, en 1527, y el asalto a la ciudad del Arno por esas mismas huestes en 1530.
Mundo desquiciado que se refleja en esos ojos desorbitados, vacíos, tan distintos al anagrama de Leon Battista Alberti, ojo con alas que sobrevuela el mundo, viéndolo todo desde
arriba, pleno de certezas –"Quid tum"– ahora ya olvidadas, perdidas. Inquietantes ojos, desasosegantes; reflejo de un hastío
espiritual.
Agnolo di Cosimo di Mariano, "il Bronzino", nace en el suburbio
florentino de Monticelli el 17 de noviembre de 1503. Vasari, en la segunda edición de las Vidas, y Borghini, en Il Riposo, desvelan el nombre de su primer preceptor –amen de un primer
acercamiento a la pintura en el taller de un mediocre pintor–, Raffaelino del Garbo, que dejaría muy escasa huella en el joven Bronzino por su apego a esquemas quattrocentistas. Hacia
1518 entra en contacto con el maestro que dejaría profundas marcas en su arte, tan hondas que le será difícil desprenderse de ellas. En efecto, Bronzino aparece retratado en la tabla
que Jacopo Carucci, Pontormo, pinta ese año con la Historia de José en Egipto para la habitación nupcial de Pier Francesco Borgherini, sentado en el centro de la obra, tocado con un
birrete y la mirada perdida. Con Pontormo viaja a Galuzzo huyendo de la peste florentina para pintar el claustro del monasterio cartujo de San Lorenzo; la intervención de Bronzino se
reduce, al parecer, a dos lunetas con Cristo muerto entre dos ángeles y El martirio de San Lorenzo, de escasa calidad y muy perdidas, pero valiosas por lo que tienen de testimonio de
la primera actividad de nuestro pintor. También decora libros de culto para los monjes y, según Vasari, que viaja a la cartuja para copiar los diseños de Pontormo y allí lo conoce, un
Crucifijo vendido después como obra del maestro. Los trabajos en colaboración con Pontormo no se limitan a esta primera decoración, pues entre 1526 y 1528 colabora con él en los
frescos de la Capilla Capponi en Santa Felicita de Florencia, haciendo, al menos, dos tondos con los Evangelistas, según Vasari de nuevo, quizá San Mateo y San Marcos, deudores de los
caracteres estilísticos de Carucci. Pertenecen a esta primera época Pigmalión y Galatea y Los Once mil mártires; aquélla servía de cubierta a un retrato de Francesco Guardi pintado
por Pontormo en 1529 –el célebre Alabardero del Getty Museum de Malibú– y la crítica se ha dividido en la atribución a maestro o discípulo; de ser de éste, es quizá el mejor ejemplo
del apego fiel de Bronzino a las formas de Pontormo. Lo mismo ocurre con la otra tabla, que repite un esquema empleado por el maestro para el mismo asunto, aunque Bronzino dará, a
partir de ahora, mayor preeminencia al paisaje y preferencia al color más denso y empastado. Cabe destacar también la Piedad de los Uffizi, plena de pathos pontormesco e intensidad
expresiva.
En 1530 Bronzino acomete su primer trabajo verdaderamente individual, al entrar al servicio, en Pésaro, de los
Duques de Urbino. En la Villa Imperial pinta ocho salones de la primera planta, coincidiendo, bajo la dirección de Genga, con los hermanos Dossi, Raffaellino del Colle, Francesco
Menzocchi da Forli y Camilo Mantovano; es difícil establecer lo pintado por cada uno de ellos. Curiosa es la caja de clavicordio que decoró con la Disputa entre Apolo y Marsias y el
retrato de Guidobaldo della Rovere, cuya ejecución tuvo que demorarse a la espera de la llegada de la armadura milanesa con que aparece retratado el príncipe heredero. En él la
crítica ha visto ciertas influencias de Tiziano –no eran pocas la obras que se conservaban en la corte– y Sebastiano del Piombo, con quien Bronzino pudo coincidir. Valga hacer ahora
una reflexión sobre los retratos de Bronzino, excusándonos en este primer ejemplo. Probablemente, fueron los retratos del florentino los que determinaron el carácter de la pintura de
corte en toda Europa por el aire de distinción que exhalan. Parecen hechos con cristal. Cortes geométricos diamantinos de los que sólo se salvan esos ojos a los que antes nos
referíamos puesto que, de manera clara, la persona efigiada ha sido reconstruida intelectualmente. En palabras de Argan, "la pureza formal es un
elogio, un caso raro, una excepción, una preciosa anomalía". Esa sociedad refinada e intelectualmente superior necesitaba un artista como Bronzino que hizo de la geometría una
destilación poética esgrimida con el pincel. Esa pureza exterior contribuye aún más a convertir las efigies en pura exterioridad, implacablemente marcada por esos ojos que no ven. La
piel, traslúcida y límpida, se convierte en un atuendo más para distanciar, si cabe, al retratado del que le mira: la fisionomía no revela el alma. Barrera infranqueable que tiene su
primer e insoslayable peldaño en unas manos delicadas y finas, purgadas de toda conexión material y reflejo inmejorable de cierta belleza de la indiferencia. Altivos, sus personajes
son marcadamente narcisistas, cuyo ensimismamiento y soberbia les ha conducido a la más deshumanizada alienación y enajenamiento. La disolución que se ha producido del yo conduce a
una nueva apariencia externa, gélida y tamizada por un tenue pero continuo color gris que inunda todas las telas, y que instala a los retratados en una esfera superior, inalcanzable
para el resto de mortales. Ahí están la sutil inquietud psicológica de Lorenzo Lenzi, recientemente identificado, los incisivos Joven con laúd y Joven con libro o el más célebre de
esta primera serie, el de Ugolino Martelli, cultísimo humanista que sostiene la Ilíada de Homero abierta por su Canto IX y, cobijado por una arquitectura de raigambre miguelangelesca,
acompañado del orgullo artístico de la familia, el David Martelli pues, no en vano, en todos estos retratos los abalorios son testimonio fidedigno de la condición del personaje,
silenciosos objetos elocuentes. Del mismo periodo es el Retrato de Dante que inaugura la serie de retratos alegóricos que Bronzino hizo a lo largo de su carrera, todos ellos de
varones, indicando así quizá su preeminencia social y marcadamente individualizados. Pintado entre 1532 y 1533, se relaciona con un encargo del patricio florentino Bartolomeo Bettini
para una habitación de su palacio en la ciudad, junto con otras efigies de Petrarca, Boccaccio y otros ilustres poetas. La complicada pose, con la cabeza vuelta y de perfil,
remitiendo así a la tradición de los retratos del poeta, y el libro, tan grande que emparenta a Dante con los magnos Padres de la Iglesia –diferenciándose de los pequeños libros que
aparecen en los retratos de la elite florentina– y confiriéndole autoridad y conocimiento, viene dada por el alambicado significado de la obra: la salvación de la ciudad depende de la
vuelta del poeta del obligado exilio y, por extensión, de la buena fortuna de los artistas en la República. Abriendo la Divina Comedia en el Canto XXV –la parte dedicada al Paraíso–,
entre los versos 1 y 48, Dante protege con su mano derecha a la ciudad, inmersa en la oscuridad, y dirige su mirada hacia la luz, la cegadora luz del Edén, adonde, con ayuda de la
comunidad artística, se elevará Florencia. Bronzino elaboraría aquí una idea de la fiorentinitá como concepto clave de la identidad cultural de la República. De 1533 es el San
Sebastián que guarda el Museo Thyssen, que superpone, como es común a la complejidad semántica propia de la pintura de esos tiempos, tres registros de significado: a la par, Bronzino
une la pintura de devoción, el retrato y el retrato alegórico, inspirándose, como en otras obras, en el Torso Belvedere, cuya reputación venía dada por las reelaboraciones
miguelangelescas en el techo de la Capilla Sixtina.
Con Vasari trabaja como escenógrafo en las perspectivas y decorados que hicieron para la "Comedia de Nigromantes" celebrada en casa de Antonio Antinori. Es la primera experiencia conocida de Bronzino en el campo de las artes efímeras, que
tendrán clave importancia en su obra posterior, como veremos.
Pontormo llama a su fiel discípulo para trabajar mano a mano en la decoración de la Villa Medicea de Careggi en
1536, pero el asesinato de Alessandro de’ Medici, comitente de la obra, dejó ésta inacabada y, lo poco que se hizo hoy ha desaparecido. Dos años después colaboran también en la
decoración de la Villa Medicea de Castello, trabajos tampoco conservados.
El 6 de julio de 1539 tienen lugar los esponsales entre Cosme I de Medici y Leonor de Toledo, hija del virrey de
Nápoles. Bronzino participa, con otros artistas, en la puesta a punto para el ingreso en Florencia de Leonor y las fiestas de la boda y se convierte, desde ese momento, en pintor
oficial de la corte medicea, modelo por antonomasia del pintor de corte de la segunda mitad del XVI. Una de las primeras pruebas que muestran la versatilidad de Bronzino desde este
punto de vista es el retrato alegórico de Cosme I como Orfeo, de nuevo una variación formal del Torso Belvedere y expresión, a la par, de la fidelidad y amor maritales de Cosme hacia
Leonora –con sutil alusión fálica en la lira da braccio– y de la protección que el príncipe traería a la ciudad, pues el musculoso torso con que ha sido representado remitiría a
Hércules: libertad para la ciudad, de la misma forma que el héroe antiguo había luchado, por mandato de Euristeo, con Cerbero, guardián del imperio de las sombras –aquí representado;
análisis técnicos demuestran que Bronzino habría pintado tres cabezas de perro en lugar de las dos que aparecen–.
De hecho, Cosme I había decidido dar un giro copernicano a la política de la República trasladando su residencia
desde el Palacio Medici en Via Larga al Palacio de la Señoría, sede del gobierno y las magistraturas florentinas, reafirmando así su carácter soberano y su poderío político, y
enlazando indefetiblemente el gobierno de la ciudad al nombre de la familia Medici. Bronzino se convierte en principal valedor de determinada imagen del poder, y sus primeros trabajos
se centrarán en la decoración de la capilla de Leonor de Toledo, en el segundo piso del palacio, entre 1541 y 1546, a decir de la última historiografía, adelantando la fecha antes
considerada válida, más cercana a 1550 y en relación con la experiencia romana del artista, que consiguió aquí uno de los "monumentos capitales
del manierismo florentino", en palabras de Cox Rearick. El techo está dividido en cuatro partes por guirnaldas frutales sostenidas por amorcillos de gráciles formas, y el centro
de la bóveda fue rematada, primero, por el escudo de la familia Medici-Toledo, y después por el símbolo trinitario del "Vultus trifrons". Los
festones enmarcan escenas de asunto sagrado: San Miguel Arcángel triunfando sobre el Demonio, San Juan Evangelista en Patmos, San Jerónimo penitente y San Francisco recibiendo los
estigmas. Desde el punto de vista formal destaca el gusto de Bronzino por los colores esmaltados, en magnífica rima colorista. En las pechinas hay medallones monocromos con las
alegorías de las Virtudes Cardinales y otros refinados elementos decorativos. En las paredes, más temas sacros: El Paso del Mar Rojo, la Adoración de la serpiente de bronce, Moisés
haciendo brotar el agua de la roca y La recolección del maná. Las obras reflejan la influencia de la estatuaria clásica y algunas revelan el conocimiento de la obra de Miguel Ángel,
en lo que a composición y formas humanas se refiere. Probablemente, los ángeles que portan el cáliz separando las dos últimas escenas citadas sean obra de su discípulo más querido,
Alessandro Allori. En la pared del altar pintó a la Sibila Eritrea y a David, en íntima unión de los universos pagano y cristiano. La clave del conjunto es la tabla que hoy se
encuentra en el Museo de Bellas Artes de Besançon, y que en principio iba destinada al altar de la capilla, pero fue regalada por Cosme I a Nicolás Perrenot, secretario personal de
Carlos V, como "cosa rarissima". El propio Bronzino hizo la réplica que hoy está en la capilla de Leonor. La tabla es una gran composición
arquitectónica, plagada de figuras, que atenúa un tanto el dramatismo de la escena, y Bronzino se esmeró tanto en el conjunto como en la resolución de los detalles, en una muy lograda
rima de azules salpicados por tonos cálidos que circundan el alabastrino cuerpo de Cristo. A ambos lados de la tabla central pintó una Anunciación –Gabriel a la izquierda, la Virgen
al otro lado–, donde la elegancia de la posición de las figuras queda acentuada por un perfecto dominio del color.
Bronzino no descuida en esos años su labor de retratista. Al magnífico retrato de Leonor de Toledo con su hijo
Giovanni, acabado ejemplo de la unión que lleva a cabo entre "su idealismo plástico soberbiamente glacial y fragmentos admirables de
realismo", según Longhi, y de Cosme I armado, tantas veces copiado –una de las réplicas, en el Museo Thyssen– y de insólitas calidades metálicas en la armadura, se unen los
delicados retratos de los hijos del matrimonio, en que la majestad mal avenida con la temprana edad queda atenuada por la frescura que el pintor ha sabido transmitir en ellos. Y, aún
así, parecen infantes prontamente envejecidos, tocados por la melancolía de la magnificencia: Bía, cuya mirada parece presagiar su temprana muerte –el retrato es, seguramente,
póstumo–, con la imagen de su padre en el medallón que lleva al cuello; Giovanni, rebosante de infantil ingenuidad; Giovinetta, de intensa expresividad y tristeza... De 1550-1551 son
los demás retratos de los jóvenes Medici, realizados en Pisa: María, Francisco y García, identificado con una de las obras que hoy se albergan en el Museo del Prado.
Importante encargo recibe Bronzino, después del fracaso que en la empresa tuvo su maestro Pontormo, de su mecenas
Cosme I, que había creado en 1545 la Tapicería de los Medici, para la elaboración de dieciséis de los veinte cartones para tapices que ilustrarían la Historia de José, hijo de Jacob
–José cuenta su sueño al emperador sería diseñado por Salviati y los otros tres por Pontormo–, y cuyos tejidos fueron confeccionados por los flamencos Juan Roost y Nicolas Karcher,
que decorarían el Salón de los Doscientos del Palacio Viejo. Notable habilidad en la consecución de las composiciones en un conjunto cuya calidad es atenuada en su paso al tapiz,
siempre, de todas formas, tocado por la firma elegante del pintor.
Los retratos más destacados de la década de 1550 son la Joven dama con un niño, el Joven con librito de oraciones,
Bartolomeo Panciatichi y su esposa Lucrezia Panciatichi, Stefano Colonna y, sobre todo, el retrato alegórico de Andrea Doria como Neptuno, encargado por Paolo Giovio en los años
sucesivos al trabajo en Pésaro, al decir de Vasari, para su galería de hombres ilustres en su residencia en Borgo Vico, cercano a Como. Giovio utilizó una reproducción grabada de la
obra para ilustrar sus Elogia, publicados en 1577. La crítica ha visto en la obra la influencia de Sebastiano del Piombo y de Miguel Ángel en lo que se refiere al severo plasticismo
del torso desnudo, proponiendo dataciones que varían entre 1540 y 1555. De hecho, la historiografía ha especulado que la fecha de inicio del viaje a Roma de Bronzino podría ser 1546,
año que aparece en el retrato de Stefanno Colonna. El estudio de las obras de Miguel Ángel se reflejaría, sobre todo, en el retrato alegórico y, tal y como había variado la
disposición del Torso del Belvedere en otras obras, en ésta se habría inspirado en el David, cambiando y reelaborando la postura de los brazos. La monocromía gris da a la obra una
apariencia estatuaria, para acentuar más si cabe la magnanimidad del almirante genovés, representado aquí como Dios del mar, en distinguido y grácil contrapposto.
De estos años –hacia 1546– es la, quizá, más célebre obra del pintor florentino, la Alegoría con Venus y Cupido,
regalada por Cosme I a su más firme aliado, Francisco I, cuyo imbricado simbolismo fue descifrado por Panofsky en sus Estudios sobre iconología, relacionándolo con el tapiz de la
Alegoría de la Inocencia, con el que haría pareja en contraposición de significados. Por otro lado, es quizá esta obra la máxima expresión del credo estilístico del pintor, expresado
por él mismo en la famosa carta que envió a Benedetto Varchi: "... ma solo è dell’arte le linee che cercondando detto corpo, le quali sono in
superficie". En efecto, la elegancia formal de la obra, llena de intelectual sensualidad en el ebúrneo cuerpo de Venus, queda lejos ya del atormentado pathos pontormesco y de los
primeros manieristas florentinos.
Entre 1548 y 1552 pintó, para la capilla Guadagni en la basílica de la Santissima Annunziata, una Resurrección que
revela de nuevo la admiración de Bronzino por la obra de Miguel Ángel en el arremolinamiento de los desnudos alrededor del cuerpo de Cristo, tamizado también por el recuerdo, en
palabras de Becherucci, del Moisés con los hijos de Jethro de Rosso Fiorentino. Análogas notas podemos aplicar al Martirio de San Lorenzo, para la iglesia de su advocación, fechada en
1569. Los desnudos se anudan, desquiciados y retorcidos, amalgama de carnes eminentemente decorativas. En los últimos años de su vida, Bronzino dedica su atención a la pintura
religiosa. Así recibe el encargo de Bartolommeo Forcoli, operario de la catedral de Pisa, para pintar el Retablo de las Gracias, del que quedan, en mal estado de conservación, San
Andrés y San Bartolomé, expresión del gusto por los colores esmaltados de Bronzino; para Carlo Michele Gherardi, escribano, pinta la Sagrada Familia Strogonoff; y para Cosme I elabora
el Retablo del Nacimiento para San Esteban de los Caballeros de Pisa y el del Descendimiento para el convento de Observantes en Cosmópoli, hacia 1565. Son obras en que la
historiografía ha visto una decadencia progresiva de las facultades del pintor, acentuada, en parte, por la ayuda de sus discípulos, fundamentalmente de Alessandro Allori.
Cercano el final de sus días, Bronzino se vio colmado de reconocimiento. En 1561 fue nombrado reformador de la
Academia de Dibujo; en 1566, fue readmitido en la Academia Florentina, de la que había formado parte entre 1541 y 1547 y de la que fue expulsado por su falta de compromiso laboral; y
nombrado cónsul de la misma entre el 15 de junio y el 19 de agosto de 1572. Dos cartas de Borghini a Vasari el 15 y el 22 de noviembre de 1572 denuncian la mala salud del pintor. Un
día después, Bronzino muere en casa de su discípulo Allori y es enterrado, con "con molto onore", en palabras del propio Borghini, en San
Cristoforo di Adimari.
No podemos acabar esta semblanza sin mencionar el retrato más impresionante e intenso, creemos, de los que pintó
Bronzino: el de Laura Battiferri, esposa del arquitecto y escultor Bartolomeo Ammannati y poetisa cuya altura intelectual era reconocida en los más selectos círculos florentinos,
amiga, entre otros, de Benedetto Varchi, Luca Martini, Benvenuto Cellini y el propio Bronzino, que intercambiaba sonetos con ella, y que llegó a calificarla en uno de ellos "tutta dentro di ferro, fuor di ghiaccio". Si realmente era así, el pintor consiguió, magníficamente, transmitir semejante carácter en su retrato,
fechado hacia 1558 y conservado hoy en el Palacio Viejo de Florencia. De tres cuartos, como es habitual en los retratos del pintor, presenta la novedad en el afilado perfil del
rostro, girado y concentrado, en busca de inspiración o reflexión tras la lectura del Cancionero de Petrarca, que sostiene abierto, con ahusados dedos, entre los sonetos LXIV y CCXL;
frente despejada y tocada por finísimo velo, nariz aguileña, como la de Dante, ojos perdidos y labios apretados. El resto, pura monocromía grisácea, interrumpida aquí y allá por
escasísimas y sobrias joyas. ¿Qué necesidad tenía ella de oropeles? Altiva, ¿para qué mirar al frente? Y reza el soneto de Petrarca:
"Mas pues que tu destino no consiente
qu’en otra parte estés, procura al menos
de no estar siempre en odïosa parte"1
Eterno silencio de espacios infinitos. Aterradora soledad. ¿Por qué no ensimismarse?
1 PETRARCA, Francesco: Cancionero. Introducción y notas de Antonio Prieto. Traducción de Enrique Garcés (Madrid, Guillermo Droy,
1591). Barcelona, Planeta, 1989, Soneto LXIV, Se voi potesse per turbarti segni..., pp. 52-53.