*The Vision No. 15 Pas d' action - Variation d' Aurore - Coda, The Vision No. 18 Entr'acte..
AGOSTO...
LA BELLA DURMIENTE
La bella durmiente
a bella durmiente es el segundo ballet de Peter Ilich Tchaikovsky y, al igual que El lago de los cisnes, es una de las más grandes del ballet clásico. Basado en el cuento de hadas: La bella durmiente del bosque (1697) del libro Cuentos de mamá ganso del escritor francés Charles Perrault (La Bella Durmiente es un cuento de hadas popular europeo nacido de la tradición oral; las versiones más conocidas son las escritas por Charles Perrault en su libro Cuentos de Mamá Ganso -utilizado por Tchaikovsky- y la de los Hermanos Grimm: Bella Durmiente), con coreografía de Marius Petipa, libreto de Ivan A. Vsevolojsky y del mismo Petipa. Su acción se desenvuelve en un prólogo y 3 actos. Fue estrenado en enero de 1890 en el Teatro Mariinski de San Petersburgo y, al contrario de lo acontecido con El lago de los cisnes, estuvo mejor montada e interpretada por artistas de mayor categoría. Al estreno asistió el Zar Alejandro III y su corte. Acostumbrados a las banalidades del Ballet de repertorio no supieron apreciar debidamente la bella partitura de Tchaikovsky, limitándose el Emperador a decir apenas "muy bonito". El público, a su vez, mostróse aun más frío. Pero La bella durmiente consiguió mantenerse en cartelera, y con el correr del tiempo tornóse en una de las obras más populares del compositor. Dada su larga extensión y gran costo en el montaje, raras veces La bella durmiente es presentada completa.
En 1921 Sergéi Pávlovich Diágilev presentó la obra completa, pero el fracaso financiero lo obligó a retirar al gran ballet de cartelera. Diágilev aprovechó dos de los números más interesantes, la mayor parte del último acto, y los fundió en una fantasía de un solo acto al que denominó Las bodas de Aurora. Más tarde apareció otro arreglo con el título de Princesa Aurora.
Resumen argumental
Prólogo
El prólogo muestra al Rey Florestán y su Corte reunidos para bautizar a la Princesita Aurora. Siete hadas comandadas por el hada de las Lilas traen presentes para la pequeñita, y en agradecimiento por haber sido invitadas como madrinas de la pequeña Princesa le otorgan un don cada una: “¡Serás la más bella de todas las doncellas!, ¡Tendrás la bondad de un ángel!, ¡La gracia de una gacela!, ¡Bailarás con toda perfección!, ¡Cantarás como un ruiseñor!, ¡Tocarás todos los instrumentos musicales de maravillas!”. De repente, invade el gran salón el hada malvada Carabosse, resentida por no haber sido invitada. Vengándose de esa supuesta afrenta lanza una maldición sobre la pequeña Aurora: “Al cumplir dieciséis años se pinchará el dedo con un huso y morirá”. El Rey y la corte quedan asombrados, mas en ese momento el hada de las Lilas, que aún no había dado su regalo, da nueva felicidad a los maldecidos: “Aurora quedará apenas adormecida y se despertará al ser besada por un Príncipe”.
Acto I
Aurora es una joven de gran belleza y cortejada por Príncipes de muchos países que disputan su mano. No obstante los cuidados tomados para evitar que ella tome cualquier objeto cortante, en una fiesta en su honor la Princesa se puso a examinar un obsequio mandado secretamente por la bruja Carabosse y, conforme a la maldición, cae sin sentido. Sabiendo la triste noticia, el hada de las Lilas pone a toda la corte bajo los efectos de un sortilegio protector, hasta que la Princesa sea despertada por un bello Príncipe. Cubriendo luego el castillo con un espeso bosque.
Acto II
Transcurre un siglo.
Un joven y bello Príncipe, Desire, está cazando cerca de un lago en compañía de un gran número de cortesanos. Dos damas danzan para distraerlo, mas sólo consiguen aburrirlo y él prefiere estar solo. Al caer la noche surge suavemente una embarcación trayendo al hada de las Lilas, quien hace que el príncipe tenga una visión en donde ve a la princesa Aurora. Desire le pide al hada que lo conduzca al palacio de la bella.
Aproximándose al lugar donde reposa el cuerpo de la Princesa, besa sus labios con ternura, Aurora abre los ojos y se levanta lentamente siendo abrazada por el Príncipe que la libra de la maldición de la bruja Carabosse.
Acto III
Toda la corte también despierta del largo sueño en que se encontraba. El palacio resplandece de luces, la pena desaparece como por arte de magia. El Rey está más feliz que nunca.
Todo este acto final está dedicado a la fiesta de Bodas de Aurora y el Príncipe encantado. Se suceden las danzas en que toman parte personajes de varios cuentos de hadas de Perrault: el Gato con Botas y la Gata Blanca, Caperucita Roja y el Lobo, Cenicienta y el príncipe Fortuna, el Pájaro Azul y la princesa Fiorina, que concurren llevando presentes a los novios; para finalizar, bailan el “Grand pas de deux” la Princesa Aurora y el Príncipe Desire. Esa magnificencia es una de las causas que dificultan el montaje completo de La bella durmiente.
La bella durmiente del bosque
Del libro "Cuentos de mamá ganso" de Charles Perrault 1628-1703
Traducido por Teodoro Baró
n otros tiempos había un Rey y una reina, cuya tristeza porque no tenían hijos era tan grande que no puede ponderarse. Fueron a beber todas las aguas del mundo, hicieron votos, emprendieron peregrinaciones, pero no lograron ver sus deseos realizados, hasta que, por último, quedó en cinta la reina y dio a luz una hija. La esplendidez del bateo no hay medio de describirla, y fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron hallar en el país, y siete fueron, con el propósito de que cada una de ellas le concediera un don, como era costumbre entre las hadas en aquel entonces; y por este medio tuvo la Princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, todos fueron a palacio, en donde se había dispuesto un gran festín para las hadas. Delante de cada una se puso un magnífico cubierto con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes.
En el momento sentarse a la mesa, vieron entrar una vieja hada que no había sido invitada, debido a que durante más de cincuenta años no había salido de una torre y se la creía muerta o encantada.
Mandó el Rey que le pusieran cubierto, pero no hubo medio darle un estuche de oro macizo como a las otras, porque sólo se había ordenado construir siete para las siete hadas. Creyó la vieja que se la despreciaba y gruñó entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que estaba a su lado, oyola, y temiendo que concediese algún don dañino a la princesita, en cuanto se levantaron de la mesa fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última y poder reparar hasta donde le fuera posible el daño que hiciera la vieja.
Comenzaron las hadas a conceder sus dones a la recién nacida. La más joven dijo que sería la mujer más hermosa del mundo; la que la siguió añadió que sería buena como un ángel; gracias al don de la tercera, la princesita debía mostrar admirable gracia en cuanto hiciere; bailar bien, según el don de la cuarta; cantar como un ruiseñor, según el de la quinta, y tocar con extrema perfección todos los instrumentos, según el de la sexta. Llegole la vez a la vieja hada, la que dijo, temblándole la cabeza más a impulsos del despecho que de la vejez, que la princesita se heriría la mano con un huso y moriría de la herida.
Este terrible don a todos estremeció y no hubo quien no llorase. Entonces fue cuando salió de detrás del tapiz la joven hada y pronunció en voz alta estas palabras:
-Tranquilizaros Rey y reina; vuestra hija no morirá de la herida. Verdad es que no tengo bastante poder para deshacer del todo lo que ha hecho mi compañera. La Princesa se herirá la mano con un huso, pero, en vez de morir, sólo caerá en un tan profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales vendrá a despertarla el hijo de un Rey.
Deseoso el monarca de evitar la desgracia anunciada por la vieja, mandó publicar acto continuo un edicto prohibiendo hilar con huso, así como guardarlos en las casas, bajo pena de la vida.
Transcurrieron quince o diez y seis años, y cierto día el Rey y la reina fueron a una de sus posesiones de recreo; y sucedió que corriendo por el castillo la joven Princesa, subió de cuarto en cuarto hasta lo alto de una torre y se encontró en un pequeño desván en donde había una vieja que estaba ocupada en hilar su rueca, pues no había oído hablar de la prohibición del Rey de hilar con huso.
-¿Qué hacéis, buena mujer?, le preguntó la Princesa.
-Estoy hilando, hermosa niña, le contestó la vieja, quien no conocía a la que la interrogaba.
-¡Qué curioso es lo que estáis haciendo!, exclamó la Princesa. ¿Cómo manejáis esto? Dádmelo, que quiero ver si sé hacer lo que vos.
Como era muy vivaracha, algo aturdida y, además, el decreto de las hadas así lo ordenaba, en cuanto hubo cogido el huso se hirió con él la mano y cayó sin sentido.
Muy espantada la vieja comenzó a dar voces pidiendo socorro. De todas partes acudieron, rociaron con agua la cara de la Princesa, le desabrocharon el vestido, le dieron golpes en las manos, le frotaron las sienes con agua de la reina de Hungría, pero nada era bastante a hacerla volver en sí.
Entonces el Rey, que al ruido había subido al desván recordó la predicción de las hadas, y reflexionando que lo sucedido era inevitable, puesto que aquellas lo habían dicho, dispuso que la Princesa fuera llevada a un hermoso cuarto del palacio y puesta en una cana con adornos de oro y plata. Tan hermosa estaba que cualquiera al verla hubiera creído estar viendo un ángel, pues su desmayo no la había hecho perder el vivo color de su tez. Sonrosadas tenía las mejillas y sus labios asemejaban coral. Sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar dulcemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
Mandó el Rey que la dejaran dormir tranquila hasta que sonara la hora de su despertar. La buena Hada que le había salvado la vida condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Pamplinga, que distaba de allí doce mil leguas, cuando le ocurrió el accidente a la Princesa; pero bastó un momento para que de él tuviese aviso por un diminuto enano que calzaba botas, con las cuales a cada paso recorría siete leguas. Púsose inmediatamente en marcha la hada y al cabo de una hora viéronla llegar en un carro de fuego tirado por dragones. Fue el Rey a ofrecerle la mano para que bajara del carro y la Hada aprobó cuanto se había hecho; y como era en extremo previsora, le dijo que cuando la Princesa despertara se encontraría muy apurada si se hallaba sola en el viejo castillo. He aquí lo que hizo.
Excepción hecha del Rey y la reina, tocó con su varilla a todos los que se encontraban en el castillo, ayas, damas de honor, camareras, gentiles-hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, marmitones, recaderos, guardias, suizos, pajes y lacayos; también tocó los caballos que había en las cuadras y a los palafreneros, a los enormes mastines del corral y a la diminuta Tití, perrita de la Princesa que estaba cerca de ella encima de la cama. Cuando a todos hubo tocado, todos se durmieron para no despertar hasta que despertara su dueña, con lo cual estarían dispuestos a servirla cuando de sus servicios necesitara. También se durmieron los asadores que estaban en la lumbre llenos de perdices y de faisanes, e igualmente quedó dormido el fuego. Todo esto se hizo en un momento, pues las hadas necesitan poco tiempo para hacer las cosas.
Entonces el Rey y la reina, después de haber besado a su hija sin que despertara, salieron del castillo y mandaron publicar un edicto prohibiendo que persona alguna, fuese cual fuere su condición, se acercara al edificio. No era necesaria la prohibición, pues en quince minutos brotaron y crecieron en número extraordinario árboles grandes, pequeños rosales silvestres y espinosos, de tal manera entrelazados que ningún hombre ni animal hubiera podido pasar; de manera que sólo se veía lo alto de las torres del castillo, y aun era necesario mirarle de muy lejos. Nadie dudó de que la Hada había echado mano de todo su poder para que la Princesa, mientras durmiera, nada tuviese que temer de los curiosos.
Pasadas los cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces, debiendo añadir que la dinastía no era la de la Princesa dormida, fue a cazar a aquel lado del bosque y preguntó que eran las torres que veía en medio del espeso ramaje. Contestole cada cual según lo que había oído; unos le dijeron que aquello era un viejo castillo poblado de almas en pena y otros que todas las brujas de la comarca se reunían en él los sábados. Según la opinión más generalizada, moraba en él un ogro que se llevaba al castillo todos los niños de que podía apoderarse para comerlos a su sabor y sin que fuera posible seguirle, abrirse puesto que sólo a él estaba reservado el privilegio de paso por entre la maleza.
No sabía a quien dar crédito el Príncipe, cuando un viejo campesino habló y le dijo:
-Príncipe mío: hace más de cincuenta años oí contar a mi padre que en aquel castillo había la más bella Princesa del mundo, que debía dormir cien años, estando reservado el despertarla al hijo de un Rey, de quien debe ser esposa.
A estas palabras sintió el joven Príncipe que la llama del amor brotaba en su corazón, y sin duda al instante creyó que daría fin a aventura tan llena de encantos. Impulsado por el amor y el deseo de gloria, resolvió saber en el acto si era exacto lo que el campesino le había dicho, y apenas llegó al bosque cuando todos los añosos árboles, los rosales silvestres y los espinos se separaron para abrirle paso. Caminó hacia el castillo, que veía al extremo de una larga alameda, en la que penetró, quedando muy sorprendido al observar que los de su comitiva no habían podido seguirle porque los árboles volvieron a recobrar su posición natural y a cerrar el paso en cuanto hubo pasado. No por eso dejó de continuar su camino, pues un Príncipe joven y enamorado siempre es valiente. Penetró en un extremo del patio, y el espectáculo que a su vista se presentó era capaz de helar de miedo. El silencio era espantoso; veíase en todas partes la imagen de la muerte y la mirada tropezaba en cuerpos de hombres y animales que parecía estaban privados de vida; pero bastole fijarse en la nariz de berenjena y en los encendidos carrillos de los suizos para comprender que sólo estaban dormidos; además, los vasos, en los que sólo se veían restos de vino, decían que se habían dormido bebiendo.
Atravesó otro gran patio con pavimento de mármol; subió la escalera y entró en la sala de los guardias, que estaban formando hilera con el arcabuz al hombro y roncando ruidosamente. Cruzó varios aposentos llenos de gentiles hombres y de damas, de pie los unos, sentados los otros, pero todos durmiendo. Penetró en una cámara completamente dorada y vio en una cama, cuyos cortinajes estaban abiertos, el más hermoso espectáculo que a su mirada se había presentado: una Princesa, que parecía tener quince o diez y seis años y cuya deslumbradora belleza tenía algo de luminosa y divina. Aproximose a ella temblando y admirándola y se arrodilló al pie de la cama.
Como había sonado la hora en que debía tener fin el encantamiento, la Princesa despertó; y mirándole con tiernos ojos, le dijo:
-¿Sois vos, Príncipe mío? ¡Cuánto os habéis hecho esperar!
Y llenaron de contento al Príncipe tales palabras, y más aun la manera como fueron dichas. No sabía como encontrarla su alegría y agradecimiento y la aseguró que la amaba más que a si mismo. Mal hilvanadas salieron las palabras de los labios de ambos, pero a esto se debió que fueran más atractivas, pues poca elocuencia es señal de mucho amor. La confusión del hijo del Rey era mayor que la de la Princesa, cosa que no ha de sorprender, pues ella había tenido tiempo de pensar en lo que le diría; pues se supone, aunque nada de ello indique historia, que la buena Hada le había procurado el placer de agradables sueños durante los cien años que estuvo dormida. Cuatro horas hablaron y no se dijeron la mitad de las cosas que querían decirse.
El encantamiento del palacio cesó al mismo tiempo que el de la Princesa, y cada cual pensó en cumplir con sus deberes; pero como no todos estaban enamorados, su primera sensación fue la del hambre, que sensiblemente les aguijoneaba. La dama de honor, hambrienta como las demás, se impacientó y dijo a la Princesa que la comida estaba servida. El Príncipe la ayudó a levantarse. Estaba vestida con mucha magnificencia, pero guardose de decirla que su traza y tocado se parecían a los de su abuela y que la moda del cuello que llevaba había pasado hacia mucho tiempo; pero su vestido y adornos en nada disminuían su belleza.
Pasaron a un salón con espejos y en él cenaron servidos por los gentiles-hombres de la Princesa. Los músicos tocaron con los violines y los oboes antiguas piezas, pero muy bonitas, por más que hiciera cien años que nadie las tocaba y después de haber cenado, casoles sin pérdida de tiempo el gran limosnero en la capilla del castillo.
Al día siguiente el Príncipe volvió a la ciudad en donde su padre debía estar con cuidado por su ausencia. Le dijo que cazando se había perdido en el bosque y había pasado la noche en la choza de un carbonero que le había dado pan negro y queso para cenar. El Rey su padre, que era muy bonachón, le creyó, pero no del todo su madre al ver que casi todos los días iba a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba fuera dos o tres noches, y supuso que se trataba de amores. El Príncipe vivió con la Princesa más de dos años y tuvo de ella dos hijos; una niña llamada Aurora, y el segundo un niño, al que pusieron por nombre Día, pues aun parecía más hermoso que su hermana.
La reina hizo varias tentativas para que su hijo le revelara su secreto, pero el Príncipe no se atrevió a confiárselo, porque si bien la amaba, la temía por proceder de raza de ogros, a pesar de lo cual el Rey había casado con ella porque su fortuna era grande. Además, se murmuraba en la corte, pero en voz muy baja, que tenía las inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar los niños, con mucha dificultad lograba contener el deseo de devorarlos. A esto se debió que el Príncipe nada le dijera.
Pero al cabo de dos años murió el Rey, y al subir su hijo al trono, declaró públicamente su matrimonio y fue con gran ceremonia a buscar a la reina su esposa a su castillo. La recepción que le hicieron en la ciudad, que era la capital, cuando se presentó en medio de sus dos hijos, fue magnífica.
Algún tiempo después el Príncipe fue a guerrear contra su vecino, el emperador Cantagallos. Confió la regencia a la reina madre y le recomendó mucho a su mujer y a sus hijos. Debía guerrear todo el verano; y en cuanto estuvo fuera, la reina madre envió su nuera y sus nietos a una casa de campo que había en el bosque para poder satisfacer con mayor libertad sus horribles apetitos. Algunos días después fue a la casa de campo y por la noche dijo a su mayordomo:
-Mañana quiero comerme a Aurora.
-¡Ah! señora..., exclamó el mayordomo.
-Lo quiero, contestó la reina con tono de ogra que desea devorar carne fresca, y quiero comerla en salsa picante.
El pobre hombre comprendió que no había que andarse con bromas con la ogra; tomó un enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora. Tenía entonces cuatro años, y al verle corrió hacia él saltando y riendo, le abrazó y le pidió un caramelo. El mayordomo se puso a llorar, se le escapó el cuchillo y bajó al corral, degolló un cordero y lo aderezó con una salsa tan rica que la reina le dijo que nunca había comido cosa mejor. Al mismo tiempo el mayordomo llevó la pequeña Aurora a su mujer para ocultarla en su casa, que estaba situada a un extremo del corral.
Ocho días después aquella mala reina dijo a su mayordomo:
-Para cenar quiero comerme a mi nieto Día.
El mayordomo no replicó porque ya tenía formado el propósito de engañarla como la otra vez. Fue en busca del niño y hallole con un diminuto florete en la mano ensayándose en la esgrima con un mono, a pesar de que sólo tenía tres años. Llevole a su mujer, que le ocultó junto con Aurora, y el mayordomo sirvió a la reina madre un cabritillo muy tierno, que halló sabrosísimo.
Hasta entonces todo había marchado perfectamente pero una tarde aquella perversa ogra dijo al mayordomo:
-Quiero comerme a la reina aderezada en salsa picante, lo mismo que sus hijos.
El buen hombre quedó aplastado no sabiendo como engañarla. La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había pasado durmiendo; el pobre funcionario desconfiaba de hallar en el corral una res cuyas carnes fueran semejantes a las de una Princesa de tan extraña edad. El mayordomo, para salvar su vida, tomo la resolución de degollar a la reina y subió a su cuarto con la intención de realizar su propósito. Mientras subía se excitaba a la ira y entro puñal en mano. No quiso cogerla de sorpresa, y con mucho respeto le dijo cuál era la orden que le había dado la reina madre.
-Cumple tu deber, contesto ella tendiéndole el cuello; ejecuta la orden que te han dado y volveré a ver mis hijos, a mis pobres hijos, a quienes amaba tanto.
Desde que se los habían quitado sin decirle nada, la reina les creía muertos.
-¡No, no, señora!, exclamó el pobre mayordomo muy conmovido; no moriréis, pero no por eso dejaréis de ver a vuestros hijos, pues los veréis en mi casa en donde les he ocultado; y de nuevo engañaré a la reina sirviéndola una corza en vuestro lugar.
Llevola en el acto a su habitación y dejola que abrazara a sus hijos y confundiera sus lágrimas con las suyas, mientras él se fue a guisar la corza, que la ogra se comió a la cena con el mismo apetito que si hubiese sido la reina. Estaba muy satisfecha de su crueldad y se disponía a decir al Rey, cuando regresara, que los lobos hambrientos se habían comido a su mujer y sus hijos.
Cierta noche que, según costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo por si olfateaba carne fresca, oyó que su nieto lloraba porque su madre quería pegarle por haber hecho una maldad, y también oyó la vocecita de Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogra reconoció la voz de la reina y de sus dos hijos, y llena de ira por haber sido engañada, ordenó al amanecer del día siguiente, con acento tan espantoso que todo el mundo temblaba, que pusieran en medio del patio un enorme tonel que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes para arrojar en él a la reina, sus hijos y al mayordomo, su mujer y su criada, mandando que los trajeran con las manos atadas a la espalda.
En el patio estaban los infelices, y los verdugos se disponían a echarlos en el tonel, cuando el Rey, a quien no se esperaba tan pronto, entró de repente a caballo. Había corrido mucho y preguntó muy admirado qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a contestarle, cuando la ogra, furiosa al ver lo que pasaba se arrojó la primera de cabeza al tonel y en un instante fue devorada por los asquerosos reptiles que había mandado echar dentro. El Rey no dejó de sentir disgusto, pues era su madre, pero pronto se consoló con su hermosa mujer y sus hijos.
Moraleja
Cosa por demás sabida es que el esperar no agrada, pero el que más se apresura no es el que más trecho avanza, que para hacer ciertas cosas se requiere tiempo y calma. Cierto que esperar un novio cien años, espera es magna; pero la historia, amiguitos, es historia ya pasada. Como el casarse es asunto de muchísima importancia, pues sólo la muerte rompe los lazos que entonces se atan, más vale esperar un año y traer la dicha a casa, que no anticiparse un día y traerse la desgracia.
Bella durmiente
Hermanos Grimm
abía una vez un rey y una reina que diariamente se lamentaban:
-¡Que lástima que no podamos tener un niño!
Y pasaban los días sin que la suerte cambiara Sin embargo, ocurrió que un día mientras la reina se bañaba, una rana salió del agua, se acercó y le dijo:
-Tu deseo se va a cumplir; antes de que transcurra un año traerás al mundo un niño.
La profecía de la rana se cumplió y la reina tuvo una niña tan linda que el rey, para demostrar su alegría, celebró una gran fiesta. Invitó no solamente a sus parientes, amigos y conocidos sino también a las hadas, para que fueran propicias y favorables a la criatura. Había en total trece en el reino pero, como el rey no tenía mas que doce platos de oro, decidió que una de ellas no fuera invitada.
La fiesta se realizó con gran pompa y cuando llegaba a su fin las hadas otorgaron a la niña sus dones prodigiosos: una le dio la virtud, otra la belleza, la tercera la riqueza y así hasta tener todo lo que se puede desear en el mundo.
Cuando once de ellas habían formulado sus deseos, súbitamente hizo su aparición la decimotercera. Quería vengarse por no haber sido invitada, y sin saludar, incluso sin mirar a nadie, proclamó en voz alta:
-Al cumplir sus quince años, la princesa se pinchará con un huso y caerá muerta. Sin agregar una palabra más dio media vuelta y abandonó el lugar.
Todos quedaron paralizados por el miedo. Entonces avanzó la duodécima hada, que aún tenía un deseo para formular. Como no podía suprimir la desgracia sino tan sólo atenuarla dijo:
-No será en manos de la muerte que caerá la princesa, será en un profundo sueño que durará cien años.
El rey, queriendo preservar a su hija querida de la desgracia, promulgó una orden por la que deberían quemarse todos los husos del reino.
Mientras tanto, se cumplían los dones de las hadas y la niña era tan bella, modesta, amable e inteligente que todos los que la veían sentían, de inmediato, un gran cariño hacia ella.
El día que cumplía sus quince años ocurrió que el rey y la reina debieron salir dejando a la niña sola en el castillo. Ella aprovechó para pasear por todos lados, vistió las habitaciones según su gusto y terminó por llegar a una torre antigua. Subió la estrecha escalera en caracol y finalmente se encontró ante una puertita. En la cerradura había una llave oxidada. Al hacerla girar la puerta se abrió, mostrando una pequeña habitación donde una viejita hilaba activamente el lino con un huso.
-¡Buen día, abuela! -dijo la hija del rey-, ¿qué haces aquí?
-Hilo -dijo la vieja mientras levantaba la cabeza.
-¿Qué es eso que se mueve tan alegremente? -preguntó la niña. Tomó en sus manos el huso y quiso hilar. Pero apenas lo tocó, la sentencia mágica se cumplió y se pinchó un dedo.
En el mismo instante en que sintió el pinchazo cayó sobre un lecho que había allí y se sumergió en un profundo sueño. Y su sueño se propagó por todo el castillo. El rey y la reina, que justamente regresaban, comenzaron a adormecerse y junto a ellos todo el séquito. Los caballos se desvanecieron en el establo, los perros en el patio, las palomas en el techo, las moscas en la pared; hasta el fuego, que llameaba en el hogar, decayó y se adormeció y el asado dejó de asarse. El cocinero que iba a tirar de las orejas a su ayudante por algún descuido lo dejó y se durmió; el viento se apaciguo y en los árboles, delante del castillo, ni una sola hojita volvió a moverse.
Alrededor del castillo comenzó a crecer una zarza espinosa y terminó por rodearlo totalmente e, incluso, llegó a levantarse por encima de él tanta que desde afuera no pudo distinguirse ni siquiera la veleta del techo.
La leyenda de la Bella Durmiente -con ese nombre se dio en conocer a la princesa- se extendió por todo el país. De tiempo en tiempo llegaban príncipes que querían entrar al castillo atravesando la zarza. Pero no les era posible hacerlo pues las espinas, como si tuvieran manos, se aferraban sólidamente a los muros; los jóvenes quedaban atrapados y al no poder desasirse perecían de una muerte horrible.
Al cabo de muchos años un príncipe pasó de nuevo por el país y oyó a un viejo hablar de la famosa zarza espinosa; decía que detrás había un castillo y en él una princesa de una belleza maravillosa llamada la Bella Durmiente: dormía desde hacía cien años y junto a ella el rey, la reina y toda la corte. El viejo recordaba que su abuelo le había contado que muchos príncipes habían intentado pasar a través del seto de espinas pero habían quedado enganchados a ellas pereciendo en una horrible muerte.
Entonces el joven dijo:
-¡No tengo miedo; iré a ver a la Bella Durmiente! El viejo trató de hacerlo desistir de su propósito pero él no lo escuchó.
Ya habían transcurrido los cien años y llegaba el día en que la Bella debía despertarse. Cuando el príncipe se aproximó al seto de espinas éstas se transformaron en grandes y bellas flores que se apartaban para librarle el paso sin hacerle ningún daño. Luego se unían nuevamente para volver a formar el seto.
En el patio del castillo vio a los caballos y a los perros de caza durmiendo en el suelo; las palomas, paradas sobre el techo, tenían su cabecita bajo el ala. Y cuando entró, las moscas dormían sobre los muros, en la cocina el chef tenía la mano como si fuera a atrapar al ayudante, y la sirvienta estaba sentada ante el pollo negro que esperaba que lo desplumaran Continuó avanzando y en la gran sala vio a toda la corte durmiendo y en lo alto al rey y la reina acostados cerca del trono.
Fue más lejos aún y remaba un silencio tal que podía oír su propia respiración. Finalmente, el príncipe alcanzó la torre, y abrió la puerta de la pequeña cámara donde dormía la Bella.
Ella estaba allí, tan linda que él no podía apartar su mirada. Lentamente se inclinó y le dio un beso. Apenas la rozó con sus labios la Bella Durmiente abrió los ojos, se despertó y depositó sobre él una mirada muy dulce.
Ambos bajaron juntos. El rey y la reina se despertaron y abriendo los ojos muy grandes se miraron.
Y en el patio los caballos se levantaron y se sacudieron, los perros de caza saltaron y movieron la cola, las palomas del techo sacaron la cabeza de debajo de sus alas, inspeccionaron los alrededores y levantaron vuelo hacia los campos. Las moscas de las paredes volaron, el fuego de la cocina se reavivó, el asado volvió a asarse, el cocinero dio al ayudante una bofetada que lo hizo gritar y la sirvienta terminó de desplumar el pollo.
Entonces se celebraron con gran pompa las bodas del príncipe y la Bella Durmiente y vivieron felices hasta el fin de sus días.
La bella durmiente
Tamara Rojo-Iain Mackay