*Adagio assai del Concierto en Sol; Tempo I del Concierto para la mano izquierda en Re Mayor.
Conciertos para piano y orquesta
n día que Marguerite Marie-Charlotte Long preguntaba a Ravel cuál de sus dos conciertos para piano y orquesta gozaba de su preferencia, respondió el compositor: "El Concierto en Sol Mayor; es más Ravel..." Era, sin duda, la respuesta más obvia, dirigiéndose -sobre todo- a la eminente pianista que ya había recibido entonces, y conservó durante largo tiempo, en herencia, la exclusividad del concierto "para las dos manos". La frase no es menos reveladora de una suerte de pudor o de temor, por parte del compositor, ante toda una parte de su obra, esa parte de la cual el concierto en cuestión es la expresión más característica, esa parte que desmiente el sereno personaje Ravel ("Relojero suizo", artesano prestigioso doblado en un dandy impasible) caro a las multitudes desde el triunfo popular del Bolero (1928). Pero ni los más llamativos éxitos ni la máscara de desenvoltura habían podido exorcizar por completo al otro Ravel, el Ravel preocupado por sus propios sortilegios que admite el sombrío y febril Concierto para la mano izquierda en Re Mayor. Gemelos tan disímiles como igualmente perfectos, estos dos conciertos nos proponen luces y sombras, angustia y seguridad complementarias, las dos fases -"la faz alternativa", hubiese dicho el poeta y crítico francés Stéphane Mallarmé- del arte raveliano.
No es por lo tanto tan sorprendente que ambas partituras hayan sido compuestas simultáneamente, sirviendo la una de contraposición a la otra. Desde mucho tiempo antes, Ravel acariciaba la idea de componer una obra concertante con piano en la cual sería él mismo el solista: una "rapsodia vasca" se hallaba esbozada entre sus papeles desde 1914, y sus elementos hubieran podido servir a un concierto proyectado en vista de la tournée americana de 1928 (tournée a lo largo de la cual, "el pianista" Ravel paseó por las salas de concierto su Sonatina). Fue menester la comisión, recibida al año siguiente, de un "concerto zurdo" encargado por el virtuoso austriaco Paul Wittgenstein, quién perdió su brazo derecho durante la Primera Guerra Mundial, para suscitar paralelamente la puesta en obra de ambos conciertos. El deseo, por lo demás bien raveliano, de acumular un empeño sobre otro fue sin duda un aguijón más fuerte que la perspectiva de una nueva tournée, esta vez por Europa Central, en cuyos países Ravel pensaba de nuevo ejecutar su concierto. Al fin de cuentas, las "dos manos" fueron, como sabemos, las de Marguerite Marie-Charlotte Long, puesto que el compositor no tenía ya las suyas bastante ejercitadas para hacerse cargo de la difícil parte solista, contentándose pues con la batuta de director de orquesta. Así fue como la obra comenzó el 14 de enero de 1932, en París, una gloriosa carrera. Entre tanto, el Concierto para la mano izquierda en Re Mayor, terminado algún tiempo antes, había hecho sensación en Viena el 27 de noviembre de 1931.
Ravel, en un breve comentario redactado para un periodista, invocaba para el Concierto en Sol Mayor la tradición de Mozart y Saint-Saëns (el nombre de este último era para él una suerte de fetiche). ¿Por qué se habrá cuidado de mencionar a Liszt -a quien no tenía empacho en admirar públicamente- a propósito del Concierto para la mano izquierda en Re Mayor? Habría habido más de una razón para hacerlo, y no solamente a propósito de la unidad estructural, evidentemente imitada de los conciertos de Liszt, sino también por el carácter a la vez heroico y demoníaco de la virtuosidad, herencia de cierto Romanticismo lisztiano o paganiniano, si es que no proveniente del Schumann atormentado por la angustia.
En el Concierto en Sol Mayor, veremos al compositor entreabrir agradablemente la puerta al pretendido "jazz" de George Gershwin. En el otro, la dosis es todavía más fuerte, hasta llegar casi a una sensación de malestar, que martillean los bajos contraponiéndose a la otra obsesión, sincopada, de una melopea "negra". En vano algunas cabriolas -las de algunos animales de L'enfant et des sortilèges- pretenden divertirnos; ya es tiempo que culmine el delirio: una fanfarria apocalíptica precipita a los abismos la "Mano encantada" que deberá reanudar solitariamente sus familiaridades, tan pronto como la cadenza de bravura tradicional haya colaborado con el elemento fantástico, desplegando una virtuosidad trascendente como la que antaño se desplegara en Scarbo, tercer movimiento de Gaspard de la Nuit: Trois Poèmes pour Piano d'après Aloysius Bertrand.
La música del Concierto en Sol Mayor se defiende más firmemente contra imágenes extrínsecas; en ella buscaríamos en vano los trágicos ecos del Concierto para la mano izquierda en Re Mayor. De cualquier modo, Ravel tiene razón al afirmar que su obra "es un concierto en el sentido más exacto del término". Lo que, excepción hecha de Saint-Saëns, casi no había sido visto en Francia por mucho tiempo, acantonados los compositores en híbridas baladas, variaciones sinfónicas, sinfonías montañesas, y otras variantes. Un concierto liso y llano, se había convertido en algo tan raro que el mismo compositor pensó durante algún tiempo denominar el suyo Divertissement. Pensándolo mejor, se atuvo a la designación clásica, "suficientemente explícita".
Es justo recordar en este punto que otros antes que Ravel, y de muy diversa manera, habían iniciado el gran movimiento de renacimiento del concierto para piano; entre ellos Stravinsky, Bartok y sobre todo Prokófiev, cuyo espléndido Concierto para piano Nº. 3 en Do Mayor había sido revelado en París a partir de 1922. Por su parte, Ravel se aplica a la tarea de mostrarnos qué potencial guardaba todavía en reserva la estructura clásica, y a ofrecernos, en el sentido artesanal del término, todo lo que una obra maestra comporta de adecuada probidad, de jocunda perfección y de ingenuidad. A la inversa de lo que ocurre en el Concierto para la mano izquierda en Re Mayor, la demostración va a efectuarse con toda claridad, poniendo el piano al instante manos a la obra. Las yuxtaposiciones de "revelismos", americanismos, bitonalidades (el uso simultáneo de dos teclas), y los desencadenamientos pianísticos en el estilo de toccata, no lograrán alterar el equilibrio del Allegramente inicial.
En el Adagio, parecería que el músico libera su sueño con especial permiso sin violencia alguna y como en estado naciente, en esa inmensa cantilena que la ambigüedad de un ritmo doblemente ternario (zarabanda más vals) no llega a imprimir ironía. Ravel afirmaba haber escrito esta obra con gran esfuerzo, "de a dos en dos compases, 'ayudándose' con el Quinteto con clarinete en La Mayor, K. 581 de Wolfgang Amadeus Mozart". Si eso fuera verdad, jamás han sido mejor borradas las trazas de una labor, o -si nos atenemos a la bella expresión del compositor, clavecinista y teórico musical francés Jean-Philippe Rameau- "nunca fue mejor escondido el arte por el arte mismo". Pero aquí, la emoción nace menos de la belleza intrínseca de este Adagio que del contraste de su desnudez con el brillo y la abundancia de los dos trozos que lo encuadran. Y -conforme lo exigen las reglas del juego- a la contención emocional, sucede ex abrupto el frenesí del movimiento: a una señal dada, el Presto pone en marcha su mecanismo, vivo y breve, ya que el más corto moto perpetuo es siempre el mejor. Ravel paga algún tributo al gusto de la época con las fáciles embriagueces del automatismo. Bien sabemos cómo la "poesía de las bielas" y la glorificación de ejecuciones "motorizadas" nos valieron entonces muchas páginas en estilo "máquina de coser"... ¿Cómo reprochar a Ravel esos lazos que lo ligan al "gusto del 30", si su verba los transfigura de tal modo? Verba de un apasionado artífice, que colorea y envuelve de llamas crepitantes el trayecto de la virtuosidad.
Piano Concerto in G Major
Piano: Santiago Bertel
Orquesta Sinfónica Conservatorio de Música de la Universidad Nacional de Colombia
Director: Guerassim Voronkov